CONEXIONES ENTRE IRLANDA Y ESPAÑA

El abrazo de la hiedra

Irlanda, la bella Hibernia que no conquistaron los romanos. Brisa que huele a sal y 40 tonos de verde en la pupila, como cantaba Johnny Cash (Forty Shades of Green). Nada más hacer pie en la isla, el forastero percibe calidez en el recibimiento. El viajero español, desde luego, se siente como en casa, como si hubiese acudido a visitar a unos «parientes del norte» tan ruidosos como nosotros, afables, amigos de la charla, los cánticos y la mesa compartida. Nos vinculan el sustrato católico y rural, la herida de la emigración por los avatares de la historia y también el apego a la familia. De inmediato, estalla la complicidad junto al irlandés, no solo por los rasgos afines de carácter, sino también por lazos históricos que se pierden en las brumas del tiempo. Una ligadura tenaz como las raíces de la hiedra, que para los antiguos celtas simbolizaba fuerza, alegría y renacimiento.
 
LA SAVIA CELTA

El folclore de Galicia mantiene que fue precisamente el caudillo celta Breogán quien fundó Brigantia, identificada con las actuales La Coruña o Betanzos, un asentamiento donde mandó levantar un faro de 55 metros (la Torre de Hércules), remozado después por los romanos. Según el Lébor Gábala Eren (el Libro de las invasiones irlandesas), compilado por monjes irlandeses en el siglo XI, el hijo de Breogán podía divisar desde lo alto de la torre el intenso verdor de la tierra irlandesa, a unos 900 kilómetros de las costas gallegas, visión que lo espolearía a navegar hasta allí. Aunque es imposible separar mito, leyenda e historia en la maravillosa madeja del relato, la relación comercial y espiritual entre Iberia y la Isla Esmeralda se remonta a la antigüedad, un nexo de algas y olas, a través de las agitadas aguas del Atlántico.
 
LA PEREGRINACIÓN A SANTIAGO

Se hace difícil imaginar cómo los hombres de Éire se hacían a la mar en el curragh (o curach), una embarcación con estructura de mimbre recubierta con pieles tensadas, propulsada a remo o a veces con un aparejo de vela pequeño. En aquellas naves tan precarias, la travesía debía de ser una odisea agotadora, con la amenaza también de las tormentas y los frecuentes ataques de los piratas. Pero navegaban, vaya si lo hacían, en ocasiones directamente hasta los puertos de La Coruña o El Ferrol, para alcanzar luego el santuario de Santiago de Compostela, una vez San Patricio hubo introducido el nuevo culto cristiano en la isla, a principios del siglo V. Se dice que San Patricio cuya festividad, cada 17 de marzo, llena de júbilo verde el planeta de punta a cabo —70 millones de personas en el mundo alegan raíces irlandesas—, utilizaba el trébol verde de tres hojas, el célebre shamrock, para explicar a los nativos el concepto de la Santísima Trinidad.

Se han hallado evidencias arqueológicas de las romerías espirituales de los irlandeses hasta Santiago de Compostela, uno de los principales centros de peregrinación de la cristiandad durante la Edad Media: en 1996, durante unas excavaciones en el Castillo de Trim, perteneciente al condado de Meath, se encontraron unas vieiras o veneras hechas de bronce que datan del siglo XII. La concha del peregrino, símbolo universal del Camino de Santiago.

          La mayoría de estas expediciones a Galicia, para venerar la supuesta tumba del apóstol que evangelizó la Península Ibérica, zarpaban de Dublín. El punto de partida de los peregrinos se situaba en Saint James Gate (la Puerta de Santiago), uno de los arcos de acceso a la ciudad medieval amurallada, donde había un pozo sagrado dedicado al santo. Hoy se ubica allí la fábrica de la cerveza más famosa del mundo: la Guinness. ¿A quién no le apetece un trago cremoso con sabor a regaliz? ¿Y un paseo por una de las ciudades más vibrantes de Europa? Allí aguardan al visitante el Trinity College, la catedral de San Patricio, el parque Fénix con sus ciervos o la magia de perseguir la sombra de Oscar Wilde y James Joyce.

Océano Atlántico

EL CAMINO DE DINGLE (O DE KERRY)

Desde el oeste, los romeros medievales a Compostela partían del puerto de Galway, esa maravillosa ciudad de aire bohemio, tan próxima a los majestuosos acantilados de Moher, donde la piedra negra, como cortada a cuchillo, cae a plomo sobre las aguas del Atlántico.

          En el extremo suroccidental de la isla, los monjes y lugareños que habitaban en la península de Dingle se dirigían a pie hasta el puerto de Tralee para embarcar con rumbo a Santiago, una ruta jacobea que se ha revitalizado en los últimos años: el llamado Camino de Dingle o de Kerry, un itinerario que dejará sin habla a los aficionados al senderismo por la esplendidez de las vistas. Parajes de una belleza intacta, anclada en los orígenes del tiempo, con mezclas imposibles de azul y verde, con valles virginales a los pies del monte Caherconree. Desde Dingle, un pueblo de postal, con sus casas coloreadas y su puerto de pescadores, hasta Tralee, capital del condado de Kerry, distan unos 40 kilómetros, que pueden recorrerse en tramos hechos a la medida de cada zapato. Con el aliciente de que, por supuesto, al final de cada etapa aguardan al caminante un buen plato de estofado de cordero o bien unos mejillones fresquísimos, como los que pregona Molly Malone en la popular canción de taberna.
 
EL NAUFRAGIO DE LA ARMADA

Durante siglos, muchos irlandeses católicos encontraron refugio en Castilla, perseguidos por el empuje arrollador del anglicanismo, en un proceso largo y a menudo sangriento (de Enrique VIII a Cromwell). En medio de esta lucha de poder, emerge un episodio histórico apasionante, arrinconado a menudo en España en el desván del olvido: el descalabro de la Gran Armada. Harto de las afrentas de los ingleses —la ejecución de la reina católica María Estuardo de Escocia, la incursión de sir Francis Drake en Cádiz, los ataques contra los galeones españoles que venían de las Indias—, Felipe II se decidió en 1588 a mandar una flota de 130 buques contra Inglaterra para derrocar a Isabel I, de la dinastía Tudor, con la intención de apartarla del trono e instaurar de nuevo el catolicismo en las islas. Los temporales y la mayor agilidad de las naves inglesas dieron al traste con su propósito en una sucesión de naufragios contra los acantilados de las costas irlandesas y escocesas.

          El 21 de septiembre, tres navíos de la expedición —La Lavia, La Juliana y La Santa María de Visón— encallaron tras una tormenta frente a la espectacular playa de Streedagh, en el condado de Sligo, una tragedia en la que perecieron más de un millar de hombres. El encantador pueblo de Grange, donde existe un Museo de la Armada, celebra todos los años, a finales de septiembre, un homenaje a los ahogados, a los soldados caídos en combate o masacrados después por las tropas inglesas. Los pecios guardan silencio en las profundidades del mar, de donde los arqueólogos submarinos lograron rescatar, entre otros objetos, tres cañones que se conservan en el Museo Nacional de Dublín.
 
LA SENDA DE FRANCISCO DE CUÉLLAR

El capitán Francisco de Cuéllar, que iba embarcado en La Lavia, alcanzó milagrosamente la playa a nado. Tras una serie de peripecias increíbles, que han inspirado novelas y una película (Armada 1588: Naufragio y supervivencia, dirigida por Al Butler y estrenada el verano pasado), De Cuéllar logró escapar a Flandes y de ahí regresar a España, atravesando el norte de la Isla Esmeralda, en ocasiones desnudo y malherido, por una senda hoy señalizada que se conoce como la Ruta de De Cuéllar (De Cuellar Trail). Recorrer sus pasos, ya sea en coche o bien en moto, supone un destino vacacional magnífico por el dramatismo del paisaje: el lago Glencar, la Calzada del Gigante, una asombrosa formación geológica de peldaños de basalto, o bien las ruinas del Castillo de Dunluce.
Irlanda es inagotable en su belleza. Un lugar donde llenar de aire limpio los pulmones. Donde redescubrir los lugares y gentes que nos unen.Done sonreírle a la via
 
 
OLGA MERINO
Escritora. Última novela, La forastera (Alfaguara, 2020)